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OPINIÓN. “Lo que Google sabe de mis domingos”. Por Miryam Camacho

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Fuente: La Página Noticias / Destacadas / Redacción

Por MIRYAM CAMACHO*


Google sabe que los domingos tardo en despertar. Sabe que abro el celular antes que las cortinas y que mi playlist matutina dura exactamente diecisiete minutos —lo suficiente para convencerme de que levantarme es un acto heroico—. Sabe también que busco recetas con nombres imposibles (“pancakes de avena esponjosos”) y que, aunque nunca las preparo, me gusta imaginar que sí. En resumen, Google registra mis rutinas con una precisión que yo misma no tengo.

No sabría decir qué hice hace dos domingos, pero mi historial sí. Podría reconstruir la jornada como si fuera un expediente: 10:04, abrí Google Maps para ver si había tráfico. 12:23, busqué “significado emocional del color azul”. 15:40, tomé tres fotos que no recordaba haber tomado. Google no solo me conoce: me recuerda. Y lo hace mejor que yo. Mientras mi memoria se difumina, sus servidores procesan más de 20 petabytes de datos al día, y responden alrededor de 99 mil búsquedas por segundo. Yo apenas logro recordar qué desayuné.

Delegamos la memoria sin darnos cuenta. Antes, recordar era un ejercicio íntimo, casi artesanal. Requería atención, conversación, escritura. Hoy, recordar se volvió un trámite: una búsqueda, un scroll, un respaldo en la nube. Google no olvida, y por eso lo usamos como extensión de la mente.

Pero la mente humana no fue diseñada para almacenar tanto. Recordar, para el cerebro, es un acto selectivo, creativo: olvida lo que no necesita para conservar la coherencia del relato personal. El algoritmo, en cambio, no tiene ese pudor. Guarda todo, incluso lo irrelevante. Lo que para nosotros es olvido terapéutico, para él es dato útil. Y eso transforma el sentido mismo de la memoria: ya no es experiencia, sino registro.

En sus 25 años de existencia, Google ha aprendido a conocernos a partir de lo que buscamos, lo que callamos y hasta lo que corregimos. Su sistema RankBrain —basado en aprendizaje automático— interpreta incluso las preguntas mal escritas o las frases ambiguas. No se confunde. Entiende la intención mejor que muchos humanos. Y en ese sentido, lo asombroso no es lo que sabe, sino lo que deduce.

Google sabe qué canción necesito un domingo gris, pero no por qué la necesito. Sabe con quién suelo hablar, pero no cómo me siento cuando dejo de hacerlo. Sabe qué me gusta leer, pero no cuándo algo me conmueve. Puede anticipar mis hábitos, pero no puede acompañarme.

La paradoja de la era digital es que nunca hemos estado tan conectados ni tan solos. Los algoritmos nos hablan sin escucharnos, nos predicen sin comprendernos. Cada recomendación es una caricia estadística: una fórmula que adivina nuestras preferencias, pero ignora nuestros vacíos. Nos ofrecen una versión domesticada de nosotros mismos: sin contradicciones, sin silencios, sin misterio.

A veces pienso que la soledad moderna no nace de la falta de compañía, sino del exceso de espejo. Todo nos refleja. Todo nos devuelve una imagen optimizada, una identidad ajustada al gusto del mercado. Y, en el fondo, el reflejo no abraza.

Si Google decidiera escribir mis memorias, comenzarían en 2005, el año en que abrí mi primera cuenta de correo. Todo lo anterior —mi infancia, las cartas, las conversaciones sin registro— quedaría fuera de la cronología oficial. Mi vida anterior a Gmail sería territorio fantasma.

Cada domingo, Google Photos me recuerda dónde estaba hace uno, tres o cinco años. A veces me conmueve, a veces me invade. Hay recuerdos que uno elige dejar ir. Google no lo entiende: su política es la permanencia. El “derecho al olvido” se ha vuelto un lujo humano frente a la obstinación digital.

Un recuerdo sin interpretación no es memoria: es archivo. Y los archivos no perdonan. Guardan incluso lo que uno preferiría reinventar. En la mente, el pasado se vuelve relato; en el algoritmo, evidencia.

Nos gusta pensar que controlamos lo que compartimos, pero cada clic es un contrato silencioso. Google sabe dónde estamos, qué compramos, cuánto tardamos en llegar a casa y qué ruta elegimos evitar. Sus mapas acumulan más información sobre la movilidad humana que cualquier gobierno en la historia. Y cada actualización de su algoritmo —decenas cada año— redefine qué es visible y qué no, qué existe y qué desaparece de la conversación pública.

No es espionaje: es eficiencia. Y la eficiencia tiene un costo invisible. Cuando alguien (o algo) nos conoce demasiado, perdemos el misterio. Y sin misterio, no hay libertad.

Hace apenas dos décadas, la sorpresa era cotidiana: no sabíamos qué canción sonaría en la radio, quién llamaría, qué carta llegaría. Hoy, hasta el azar está programado. Las recomendaciones automáticas sustituyeron el descubrimiento. El algoritmo de YouTube, por ejemplo, ajusta millones de microdecisiones por minuto para mantenernos mirando. Y lo logra. Las plataformas están diseñadas para anticipar cada impulso y traducirlo en tiempo de atención. La emoción espontánea se convirtió en una métrica.

Incluso el ocio ha sido optimizado. Los algoritmos nos “liberan” de decidir qué ver, qué leer, qué escuchar. Pero con cada elección automatizada, perdemos un poco la posibilidad de asombro. La mente humana, que necesita pausa para procesar y creatividad para conectar ideas, vive ahora en un loop de estímulos rápidos. Y sin pausa, pensar deja de ser una experiencia: se vuelve un reflejo condicionado.

Tal vez el nuevo acto de privacidad sea olvidar a propósito. Borrar el historial no por miedo, sino por descanso. Apagar la ubicación no como paranoia, sino como gesto de autonomía. Permitir que el olvido vuelva a ser humano, que el domingo recupere su misterio.

Olvidar también es libertad. Porque si todo queda registrado, nada vuelve a ser nuevo. Y si nada es nuevo, la vida se convierte en archivo.

Google sabe cuántos pasos di ayer, cuántas fotos tomé, cuántas pestañas abrí. Pero todavía no sabe —y espero que nunca sepa— lo que pienso cuando cierro los ojos, ni cómo se siente un domingo sin Wi-Fi.

Quizás ese sea el último reducto del alma: el espacio que ningún algoritmo puede indexar. Ese rincón de silencio donde seguimos siendo dueños de lo que pensamos, aunque el resto del mundo lo haya delegado al buscador.

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* Miryam Camacho Suárez. Es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Vasco de Quiroga. Abogada por la Universidad Latina de América. Combina la precisión del derecho con la sensibilidad narrativa para explorar temas de integridad, transparencia y cultura digital. Actualmente desarrolla proyectos editoriales que entrelazan comunicación, ética y tecnología.

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