Por MIRYAM CAMACHO*
En México, la extorsión se volvió un hábito cotidiano con rostro cambiante.
Ya no se limita a la llamada del “licenciado” que amenaza con una supuesta orden de aprehensión; ahora también se disfraza de mensaje de WhatsApp, enlace bancario o aplicación milagrosa que presta dinero y cobra con amenazas.
La delincuencia se modernizó, y el sistema jurídico empieza —por fin— a intentar alcanzarla.
Esta semana, la Cámara de Diputados aprobó por unanimidad el dictamen que crea la Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar los Delitos en Materia de Extorsión, un paso clave para homologar la definición y el castigo de este delito en todo el país.
El texto, que ahora pasará al Senado, busca llenar un vacío que durante años dejó a las víctimas navegando entre códigos penales dispares, burocracia y desamparo.
El dictamen define la extorsión como el acto de quien, “sin derecho, obligue a otro a dar, hacer, dejar de hacer o tolerar algo, obteniendo un beneficio o lucro para sí o para otro o causando daño patrimonial, moral, físico o psicológico.”
En palabras simples: cuando alguien te exige algo que no estás obligado a dar —ya sea dinero, silencio o una acción—, usando la coacción, el miedo o el engaño.
La novedad no es solo la claridad jurídica, sino el reconocimiento explícito de su modalidad digital.
La iniciativa menciona el uso de tecnologías de comunicación, medios electrónicos o telecomunicaciones para cometer el delito.
Es decir, incluye desde llamadas automatizadas hasta extorsión en línea, montadeudas, sextorsión o manipulación emocional con fines de lucro.
Según la Policía Cibernética de la Ciudad de México, entre octubre de 2024 y julio de 2025 se registraron más de 28 000 reportes en línea, y el 31.5 % correspondió a extorsión digital.
Esto equivale a un promedio de 32 casos diarios solo en la capital. Y aunque parezcan cifras alarmantes, son apenas la superficie del problema: la mayoría de las víctimas nunca denuncia.
A nivel nacional, el 66 % de los casos de extorsión se concentra en ocho estados: Estado de México, Guanajuato, Nuevo León, Ciudad de México, Veracruz, Jalisco, Guerrero y Michoacán.
Sí, Michoacán también figura en esa lista, y no por coincidencia.
De acuerdo con la Fiscalía General del Estado, durante 2024 se detuvo a 57 personas relacionadas con el delito de extorsión, pero el propio Semáforo Delictivo colocó a la entidad 98 % por encima de la media nacional.
En los primeros siete meses de 2025 se registraron 108 casos, aunque se estima que solo 1 de cada 10 delitos se denuncia.
El resto se calla por miedo, resignación o costumbre.
Municipios como Uruapan y Morelia son señalados de forma recurrente como puntos de alta incidencia y percepción de inseguridad.
En el fondo, el silencio también es parte del delito: la extorsión no solo roba dinero, roba voz.
El dictamen aprobado plantea tres cambios de fondo:
1. Homologar el tipo penal en los 32 estados.
2. Permitir que la extorsión se investigue de oficio, sin depender de que la víctima denuncie.
3. Establecer sanciones uniformes y más severas cuando el delito se comete usando medios tecnológicos.
En otras palabras, el Estado pretende que ninguna llamada, mensaje o amenaza digital quede fuera del marco penal. Y eso, aunque suene burocrático, es un acto de modernización legal necesario.
El problema no es solo castigar, sino entender la estructura emocional y económica detrás del delito.
La extorsión no necesita pistolas; basta un número de teléfono y una buena dosis de miedo.
Y mientras la delincuencia evoluciona con tecnología, las víctimas siguen enfrentando el dilema de siempre: ¿denunciar o sobrevivir?
Porque en México, el miedo sigue siendo una economía estable. Y si la ley logra cambiar eso, aunque sea un poco, ya habrá valido la pena.
El dictamen aún no es ley, pero marca una dirección necesaria: entender que el delito evolucionó y que la justicia debe hacerlo también.
La extorsión ya no vive solo en las esquinas oscuras, sino en los chats, las apps y los bancos digitales.
Reconocerlo es el primer paso para desmantelarla.
Quizá la verdadera modernización de la justicia mexicana no esté en los algoritmos ni en las plataformas, sino en algo más humano: que la ley empiece a hablar el mismo idioma que el miedo.
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Miryam Camacho Suárez. Es licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Vasco de Quiroga. Abogada por la Universidad Latina de América. Combina la precisión del derecho con la sensibilidad narrativa para explorar temas de integridad, transparencia y cultura digital. Actualmente desarrolla proyectos editoriales que entrelazan comunicación, ética y tecnología.