Natalio Rocha empezó a llorar de pie frente al cadáver.
Saul Juárez
Ya había llegado la policía cuando el mayor Natalio Rocha entró en la habitación desordenada de aquel departamento antiguo. Los tres oficiales lo saludaron cuadrándose.
El cadáver de Agustín Rocha yacía en el sillón de la recámara con una expresión solemne en el rostro. La muerte siempre quiere ser adusta.
—Es mi padre.
—Lo sabemos, mi mayor. Ya no tarda en llegar el Ministerio Público, la muchacha del aseo fue quien encontró el cuerpo —aseguró el sargento.
Los oficiales salieron del departamento y se quedaron en el pasillo. Consideraron que el mayor querría estar solo con el cadáver de su padre.
Sin que nadie se lo dijera, Natalio Rocha sabía que su papá se había quitado la vida. El ingeniero químico ya lo había intentado en otras ocasiones.
Con manos temblorosas, el mayor empezó a buscar una nota y la encontró en el cajón del buró. Se sentó en la cama con el papel en la mano.
“Cuando la muerte asoma, es mejor correr hacia ella, hijo. No hay razón para esperarla con su cargamento de enfermedades”.
Ahora buscó las pócimas donde el químico solía guardarlas. Nada, papá había dejado todo limpio.
Rompió la nota y fue al inodoro a tirar los pedazos de papel. Antes de salir del baño miró su rostro en el espejo y lo encontró casi idéntico al de su padre. La tristeza y el miedo bajaron y subieron por la columna vertebral. Por un momento vivió algo parecido al terror. Pensó que tarde o temprano acabaría igual: víctima de sus propias criaturas..
Natalio Rocha empezó a llorar de pie frente al cadáver. Bien sabía que su padre, durante los últimos años, se dedicó a vender a los suicidas venenos que no dejan huella ni provocan dolor.