Morelia, Michoacán
La mañana todavía olía a cera y a flores cuando el nombre de Carlos Manzo seguía escuchándose una y otra vez entre la gente reunida en la plaza, ahí, bien cerquito del templo, a unos pasos donde horas antes había caído su cuerpo aún con un hilo de vida.
Apenas habían pasado unas horas desde que el alcalde de Uruapan cayó asesinado durante el Festival de las Velas, y la ciudad entera parecía contener la respiración.
En medio del silencio expectante, Grecia Quiroz García, su esposa, avanzó entre la multitud. De negro, llorosa, en momentos contenida y en otros, destruída.
No llevaba la voz de una funcionaria ni la postura de una figura pública: habló como mujer, como compañera, como alguien a quien le arrancaron no solo a un esposo, sino a un proyecto de vida.
“No mataron al presidente de Uruapan”, dijo, mirando a la gente que había acompañado a Manzo desde sus primeras caminatas por las colonias. “Mataron al mejor presidente de México”, soltó y la gente se volcó en gritos “presidente, presidente, presidente”, vociferaban.
El murmullo se detuvo. Sus palabras no fueron grito ni arenga, sino un latigazo de dolor que se convirtió en verdad compartida. Recordó al hombre que, según dijo, nunca temió debatir, incomodar o decir lo que pensaba, aunque eso significara arriesgar su vida. Recordó también al padre que regresaba de madrugada, exhausto pero feliz, convencido de que cada operativo, cada reunión, cada saludo en la calle valía la pena.
“Él siempre me decía: Grecia la gente es primero, el pueblo es primero”, contó, mientras las personas en la plaza levantaban carteles, manos, velas y voces en un mismo coro. Era el mismo lema que Manzo repetía incluso cuando su trabajo lo alejaba de sus hijos, porque —aseguró ella— creía que servir a Uruapan era la forma de protegerlos también a ellos.
Cerró los ojos un segundo, como hablando con él y no con la multitud:
“Hoy honro tu memoria, mi Carlos. Te amo. Siempre voy a estar para ti”.
Cuando la voz se quebró, entre los aplausos, alguien gritó: “¡No estás sola!”. El coro se hizo general, “no estás sola, no estás sola, no estás sola”, prometieron.
Grecia respiró hondo, como si ese respaldo colectivo la sostuviera apenas lo suficiente para continuar. “Apagaron su voz, pero no apagarán esta lucha”, dijo. Y entonces su mensaje se convirtió en una promesa: que el gobierno independiente que encabezaba Manzo seguiría en pie, que no dejarían solos a los sectores vulnerables, que su legado no se apagaría con las balas que lo derribaron y que hoy dejaron a sus hijos huérfanos.
Después miró de nuevo al pueblo y les pidió no rendirse. Les pidió unidad. Les pidió defender Uruapan “como él hubiera querido: de pie, con uñas y dientes”. Les recordó que, para ella, para su familia y para muchos ahí reunidos, Carlos Manzo no solo fue un alcalde: fue un símbolo de lo que Uruapan podía llegar a ser.
Cuando terminó, la ovación no fue estruendosa, pero sí profunda: un sonido colectivo que parecía una mezcla de rabia, tristeza y gratitud. Las velas volvían a arder. La ciudad, herida, escuchaba.
Y en el centro de la plaza, la voz de una mujer se convertía en el primer acto de resistencia tras la muerte de su esposo.